0 COMENTARIOS 13/02/2023 - 20:11

La Ley del Suelo de Canarias ha cumplido cinco años desde su entrada en vigor. Guarden los fuegos artificiales, que no hay motivos para el jolgorio. Los resultados de su implementación están bastante por debajo de las expectativas que generó la nueva norma reguladora de la ordenación del territorio en las Islas. Esto lo pueden decir al unísono creadores y detractores de la ley, en la medida que ninguno de sus vaticinios se ha visto cumplido. Ni ha servido para agilizar de modo decisivo los procedimientos de la Administración ni ha sido un colador propicio para el desenfreno. En realidad, pocas cosas han cambiado. Hemos visto una perspectiva flexibilizadora vía ordenanzas provisionales (ya se sabe que en las Islas lo provisional deviene casi siempre en definitivo), pero no un avance sustantivo en la aprobación de las herramientas de planificación territorial y urbanística. El procedimiento monofásico de los planes generales se ha quedado en veremos, porque dichos planes no han salido adelante. Y en cuanto a los organismos de evaluación ambiental, hay que decir que el panorama es más bien caótico: unos ayuntamientos los crean y otros no, en función de sus capacidades técnicas y la voluntad política de los gobernantes de turno. Hay una conclusión que invita al pesimismo: como unificadora de criterios de actuación válidos para toda Canarias, a la Ley del Suelo le ha salido el tiro por la culata. Y se ha cumplido el pronóstico escéptico de un alto cargo del Gobierno anterior con el que tuve la ocasión de tener una larga charla, y que ante mi necio optimismo de entonces me aclaró las cosas: “Juanma, estás hablando de una ley como si fuera alquimia, y no lo es; las normas son instrumentos técnicos, no hacen magia”. Ese día aprendí algo.

El atasco del planeamiento general, que la Ley del Suelo ha intentado superar sin éxito, supone asimismo el fracaso del urbanismo de planificación como concepto intelectual para tomar las grandes decisiones sobre el territorio. Esas grandes herramientas, cuyo exponente más claro serían los formidables (e incumplidos) planes insulares de ordenación, se han comportado como pesados paquidermos en un ecosistema económico que exige más velocidad de ejecución. Esto no quiere decir que resulten inútiles, porque son ciertamente magníficos como herramienta de diagnóstico. Pero para resolver problemas concretos no sirven, porque sobrevuelan los asuntos, no los gestionan. Y el resultado de esta incompatibilidad estructural es el florecimiento de un tipo de urbanismo menos ambicioso, el urbanismo de proyecto, que deja por imposible la planificación integral y se esfuerza por abordar los asuntos caso por caso. Son las herramientas de lo concreto y son por ello apreciadas por todos los gobernantes que se ven a sí mismos somo hombres y mujeres de acción. En realidad ya existían, siempre han existido soluciones excepcionales en la legislación urbanística canaria, pero la Ley del Suelo parecía conceder mayor estatus a esta clase de artilugios normativos. ¿Simple técnica disfraza de alquimia? Quizá.

Las palabras mágicas de ese conjuro llamado urbanismo de proyecto son las siguientes: “proyecto de interés insular”. ¡Eureka! De acuerdo a este concepto se entiende que, a instancias del Cabildo correspondiente, casi cualquier proyecto urbanístico no previsto en la planificación general y que no entre en franca contradicción con la normativa medioambiental (no, ninguna herramienta haría viable la construcción de hoteles en Cofete) tiene posibilidades de salir adelante bajo ciertos requisitos de legalidad. Tal y como fue redactado, no se trata de un derecho absoluto pero admite un amplio margen de maniobra tanto a administraciones públicas como a agentes privados. Conceptualmente tiene una cosa a favor: trabaja sobre la realidad, no sobre utopías relacionadas con lo que podría ser y ya no será. Y otra en contra: la tendencia a sustituir actos reglados (el planeamiento es el que me permite o no obtener una licencia) por actos arbitrarios (es el Cabildo el que dice, a través de su pleno, si un proyecto es bueno o malo para la isla). A partir de estas dos reglas podemos hacernos una idea sobre lo que está pasando en Canarias. Con un ejemplo a la vista: Dreamland.

Resulta un tanto inocente decir que el proyecto de parque temático con estudio cinematográfico asociado que unos promotores plantean levantar en el municipio majorero de La Oliva será un revulsivo estratégico para la isla de Fuerteventura. Parece igualmente osado pronosticar que su construcción, bastante incierta a día de hoy, supondrá un daño irreversible para el cercano ecosistema natural de las Dunas de Corralejo. Ambas afirmaciones son, más que falsas, prematuras, y además están tamizadas por la posición política de cada cual: el PSOE a favor porque este proyecto vino de la mano de Blas Acosta en su breve presidencia del Cabildo, y CC en contra porque nadie quiere asumir el desgaste derivado de una propuesta apadrinada por el máximo adversario político y electoral. En medio se encuentra Sergio Lloret, el llanero solitario de la política, líder del increíble grupo de gobierno menguante, el mejor ejemplo de surrealismo político que hemos visto en las Islas en bastantes años.

Hay algo llamativo en todo esto: las corporaciones públicas movilizan el comodín del proyecto de interés insular con el propósito de hacer viables iniciativas como el Dreamland de Fuerteventura y el Circuito del Motor en la isla de Tenerife, en este caso con propiedad pública y un esfuerzo presupuestario tan potente como arriesgado. Platós, atracciones, coches de carreras. ¿Para esto se hicieron los proyectos de interés insular? Una cosa es la norma y otra el uso que se haga de ella, y por ahora el urbanismo de proyecto añade una duda a las que ya se intuyen por su propia naturaleza: una dudosa coexistencia con los intereses públicos más obvios y urgentes, esos que dicen que en las Islas hacen falta más de 8.000 plazas sociosanitarias, para las cuales no siempre hay suelo disponible y cualificado. Es un motivo que ya justificaría la adopción de alguna medida excepcional, de un urbanismo de proyecto más centrado en la realidad que las fantasías. Es además una cuestión elemental de credibilidad: resolvamos primero lo importante, con urgencia, y luego ya tendremos la autoridad para compartir otros objetivos más rumbosos. Esta pedagogía elemental tampoco la ha implantado la Ley del Suelo. Seguramente le pedimos algo que no nos puede dar, algo cuya respuesta no está en la ley, ni en las estrellas, sino en nosotros mismos, como le dijo Casio a Bruto en defensa de la república romana. Aquella historia, por cierto, también acabó mal.

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