CULTURA

Una balsa de piedra a la luz de Mordzinski

La Casa de la Cultura Agustín de la Hoz, en Arrecife, reúne un centenar de retratos realizados por el fotógrafo de escritores, por el centenario del nacimiento de José Saramago

María Valerón 0 COMENTARIOS 14/05/2022 - 08:19

Jorge Luis Borges no veía, pero miraba. Sus ojos a oscuras estaban puestos en la gran sala de la Biblioteca Nacional Argentina. Una voz joven, tímida, le pidió permiso para una fotografía y él, que encontró inocencia en la petición, accedió con cariño. Era 1978, el fotógrafo, Daniel Mordzinski, tenía 18 años y aquella fue la primera fotografía de una carrera dedicada a palpar, desde la luz, el interior de los escritores y escritoras de toda una época.

La imagen, en blanco y negro, fue sacada con la cámara de su padre. Revelado el negativo, la fotografía desplegó el concepto: Borges, sentado y apoyado en su bastón, fue retratado rodeado de oscuridad; un pequeño haz de luz, señalado por una mano ajena, dentro del plano por azar, pareciera estar captando la atención del escritor.

La primera fotografía que reveló Mordzinski abre Navegantes de la balsa de piedra, un recorrido por 40 años de trayectoria como fotógrafo de los escritores y un conjunto de cerca de un centenar de fotografías que se mantendrán en la Casa de la Cultura Agustín de la Hoz, en Arrecife, hasta finales de este mes de mayo. La exposición fotográfica, que reúne los retratos de autores y autoras de más de 20 países a ambos lados del Atlántico, forma parte de la programación del centenario del nacimiento de José Saramago.

Trans-iberismo

El título que engloba la selección fotográfica, y que da concepto a todo el conjunto, abraza el sueño cultural sin fronteras del nobel de literatura: el transiberismo, enorme lazo de civilizaciones luso-hispánicas capaz de eliminar la dualidad norte-sur, que defendió, desde la ficción, en La balsa de piedra (1986). En la obra, la península ibérica se desprende de Europa y, convertida en una gran isla a la deriva, comienza un viaje por el Atlántico en dirección al sur, hacia un reencuentro con los pueblos del otro lado del océano.

El título de la exposición refiere al sueño cultural del Nobel: el trans-iberismo

“Por toda la cordillera pirenaica estallaban los granitos, se multiplicaban las brechas, aparecieron cortadas otras carreteras, otros ríos, arroyos y torrentes se hundieron hacia lo invisible. Sobre los picos cubiertos de nieve, vistos desde el aire, se abrió una línea negra y rápida como un reguero de pólvora, por donde resbalaba la nieve y desaparecía, con un rumor blanco de pequeño alud. Los helicópteros iban y venían sin descanso, observaban los picos y los valles, abarrotados de peritos y especialistas de todo cuanto pudiera ser de alguna utilidad (...). No podía nada la fuerza humana contra una cordillera que se abría como una granada, sin dolor aparente, apenas, quiénes somos nosotros para saberlo, por haber madurado y llegado su tiempo” (La balsa de piedra. José Saramago).

Primera imagen de Mordzinski a Jorge Luis Borges, en la Biblioteca Nacional Argentina (1978).

La balsa de Mordzinski flota por el territorio común de la literatura universal en lengua española y portuguesa. Los retratos de escritores y escritoras de tres continentes se suceden a lo largo de las salas de exposición, que juegan, además, a oscurecerse pared tras pared.

El viaje que propone el autor parte de una sala de paredes blancas, que quiere iluminar los primeros años del fotógrafo tras la luz de la literatura. En ella se reúnen anécdotas y voces antiguas: aquella primera imagen de Jorge Luis Borges, en 1978; Cortázar, que accedió en 1980 a visitar, en una sala de París, la primera exposición de aquel joven fotógrafo, que le había telefoneado hecho un mar de nervios tras encontrar su contacto por casualidad, para invitarlo a asistir; la siempre libre Cristina Peri Rossi ocupa alegremente toda la cama; Jorge Amado, amante de las calles, retratado en un mercado, entre fruta, bullicio y gentes; un exiliado Benedetti, con sonrisa tímida, mirando a cámara sentado metros más allá, lejos y a la luz, al fondo de un largo pasillo a oscuras. Completan esta primera sala retratos de Rafael Alberti, Claribel Alegría, Osvaldo Soriano, Nélida Piñón, Juan Goytisolo y María Kodama. Algunos, algunas, miran serenamente a cámara; otros, pasean o leen en un sofá, o se presentan a la luz de las velas. Todos, todas, reflejan algo de su esencia que el público advierte pero no sabe desentrañar.

Como cierre de esta primera sala, cima del juego de la luz, un recién premiado nobel José Saramago pasea a orillas del Río Sena. Las luces de un enorme buque, desenfocado en la escena, se reflejan contra el agua y el perfil a contraluz de Saramago parece a punto de viajar.

A bordo del claroscuro

A lo largo del resto de salas, las paredes se oscurecen. Estancia a estancia, el blanco que servía de lienzo para las primeras fotografías va dando lugar a tonos cada vez más oscuros de grises hasta la sala final del recorrido, donde todo cierra en negro.

Entre los navegantes hay retratos de más de 20 países atlánticos

El viaje del blanco al negro se llena de matices. A partir de la segunda sala, las fotografías cobran color y se intercalan retratos, que no siguen un orden cronológico y tampoco de regiones o fronteras. Los navegantes de la balsa de piedra que habitan el territorio de Mordzinski se abren paso sin distinciones y sin separaciones, solo ordenados por criterios visuales, en composiciones simétricas y que ayudan a establecer diálogos entre autores. Pueblan las salas rostros de la escritura de países de los tres continentes que baña el Atlántico, reuniendo en una balsa las letras del español y del portugués. Tienen representación y voz Guatemala, Uruguay, México, Colombia, Puerto Rico, Argentina, Ecuador, Perú, Chile, Nicaragua, Panamá, Cuba, España; Angola, Mozambique, Brasil, Portugal.

Diálogo entre las fotografías de Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, en la exposición.

El color, la búsqueda de lo lúdico y las personalidades descifradas se suceden: Ida Vitale, poeta del exilio, esencialista, defensora en verso de la vitalidad, sostiene un colorido pajarito de papel; Ana Luisa Amaral, una de las poetas portuguesas de la actualidad más traducidas y publicadas en el extranjero, mira al objetivo desde una maleta de viaje; Pérez Reverte se abraza a una enciclopedia, Isabel Allende asoma su cabeza desde la intimidad doméstica de una bañera y Luis Sepúlveda pelea con guantes de boxeo contra un enemigo invisible; Paulina Chiziane, fiel observadora de lo social, se apoya al quintal de una puerta, su perfil recortado contra la calle, y Mia Couto, el narrador amante de lo onírico, de lo mágico, queda retratado entre el baile de sombras de una ventana.

El color, la búsqueda de lo lúdico y las personalidades se suceden

Uno tras otro, se suceden los grandes nombres de la literatura, y el público, abrumado por las vistas, se detiene a admirar dos fotografías de gran formato que parecen reivindicar el encuentro entre dos universos: Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, retratados en sendas camas de sábanas blancas. El primero escribe recostado, a la luz de una vela, su alianza de bodas en el tercio de impacto del encuadre de la fotografía. El segundo, sentado al borde del colchón, recibe la luz de una ventana abierta y parece a punto de levantarse para iniciar el día.

Como guiño al hogar anfitrión, Mordzinski sitúa en estas salas del claroscuro una amplia representación de escritores y escritoras del Achipiélago, como navegantes de la balsa de piedra: Elsa López, Andrés Sánchez Robayna, Juan Jesús Armas Marcelo, Nicolás Melini, Andrea Abreu, Alexis Ravelo, Juan Cruz, Fernando Gómez Aguilera, Pepe Betancor, en la mayoría de los casos retratados durante el último Festival Hispanoamericano de Escritores de La Palma, en Los Llanos de Aridane.

Retratos de autores y autoras a ambos lados del Atlántico, en la penúltima sala de la exposición.

El cierre de la exposición, en negro absoluto, recoge una selección importante de fotografías de José Saramago, en sus últimos años de vida, dedicando, además, una pared completa a una imagen a gran escala del escritor en Lanzarote. El Saramago que Mordzinski acababa de conocer en París, ganador del premio Nobel apenas unos días antes, abría el recorrido en una sala de paredes blancas y también en esta sala, como pequeños puntos de luz, aparecen algunas de las fotografías de aquella primera sesión, acompañando a los últimos recuerdos de Saramago del fotógrafo.

Los últimos años del escritor pueblan una sala de paredes negras que parece poner la vista en el duelo, en la pérdida irreparable, la orfandad de todo navegante de la balsa de piedra, de todo lector, de toda lectora, de toda una ciudadanía que, como el escritor, soñaba otro mundo.

La última sala parece despedirse, cerrar el viaje de José Saramago, aunque quizás sus lectores al pasear por ella recuerden las palabras de su poema Horizonte (Os poemas possíveis, 1996): “No hay más horizonte. Otro paso que diese, / Si el límite no fuese esta ruptura, / En falso lo daría: / En una empañada cortina indivisible / De espacio y duración. / Aquí se juntarán las paralelas, / Y la parábolas en rectas se rebaten. / No hay más horizonte. El silencio responde. / Es Dios quien se equivocó y lo confiesa”.

Quizás sus lectores recuerden Horizonte y confirmen: “Es Dios quien se equivocó y lo confiesa”. José Saramago no ha acabado su viaje: es eterno.

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